La colonización de Nigeria y la guerra de las mujeres Igbo, que patearon un montón de culos blancos y negros

La colonización de Nigeria y la guerra de las mujeres Igbo, que patearon un montón de culos blancos y negros

La mañana del 18 de noviembre de 1929 parece una mañana como otra cualquiera. Mark Emerewua está haciendo su trabajo, que en los últimos meses consiste en revisar los datos que posee el gobierno británico sobre la población del este de Nigeria. Esos datos fueron tomados dos años antes, cuando la metrópoli decidió que podía incrementar todavía más el nivel de explotación al que estaba sometiendo a su colonia. Los colonos habían mandado decenas de funcionarios por todo el país para contabilizar a la población y anotar meticulosamente las cabezas de ganado que poseía. Después habían fijado una tasa por cada una de ellas. Contar a la población para hacer más eficientes los dispositivos de dominación. Conocerla mejor para explotarla mejor.

Ahora, en 1929, el gobierno británico se dispone a revisar esos datos. Según les ha dicho a las autoridades locales se trata solo de un intento de mejorar la información, que en muchos casos había quedado incompleta. Los gobiernos locales hacen la función que tienen asignada: cerrar la boca y complacer al amo. Al fin y al cabo, los británicos son los que les han colocado en el poder y les permiten hacer lo que quieran con la población siempre que no interfieran con los intereses de la metrópoli. La gente, en cambio, tiene muchos más motivos para desconfiar. El censo de hace dos años permitió la creación de un impuesto que ahoga sus miserables ganancias, y nada hace pensar que no vaya a suceder de nuevo. Cuando Mark Emerewua llama a las puertas de las casas y pregunta por el número de personas que viven en ella y el ganado que poseen, todos murmuran maldiciones entre dientes.

Una de las casas que visita Emerewua esa mañana es la de Nwanyeruwa, una mujer de mediana edad que acaba de quedarse viuda. Él interpreta a la perfección su papel de burócrata mezquino, pero ella no está dispuesta a que las maldiciones se queden solo entre sus dientes. Ha tenido demasiada mala suerte últimamente. En la ciudad se rumorea que el nuevo censo quiere extender los impuestos a las mujeres, que hasta entonces estaban exentas de pagar por el ganado que poseían. Cuando el funcionario le pregunta por el número de ovejas y cabras que tiene, Nwanyeruwa ve confirmados lo rumores que lleva semanas escuchando. Después de echarle de su casa a base de insultos y escupitajos, se dirige rápidamente a la plaza principal, donde siempre es fácil encontrar a mucha gente. Allí alerta sobre lo sucedido y convoca una asamblea de mujeres para esa misma tarde. La convocatoria se extiende con rapidez, las mujeres temen que los ingleses las ahoguen todavía más en la miseria y la desgracia que los blancos llevan consigo allá donde van. La mañana del 18 de noviembre de 1929 parecía una mañana como otra cualquiera, pero no lo era.

La principal decisión de la asamblea será la convocatoria de una protesta que tendrá lugar unos días más tarde, el 2 de diciembre. El objetivo inmediato es impedir la imposición de la tasa, pero hay muchas otras razones. Desde la llegada de los colonos, las mujeres de la etnia Igbo, a la que pertenece Nwanyeruwa, han perdido mucho poder. En la sociedad Igbo tradicional las mujeres disfrutaban de posiciones de autoridad en la organización política, social y religiosa de la aldea y el linaje se transmitía por vía materna. Sin embargo, la llegada del hombre blanco ha supuesto también la aparición del patriarcado, del odio y el desprecio a las mujeres. Los blancos han dado todo el poder a los hombres, que han ocupado los puestos que la administración colonial reserva para los nativos. Si antes los cargos eran electos y se repartían equitativamente, ahora la autoridad se concentra en unas pocas manos, las de aquellos que saben complacer a los colonos. Los amos siempre han sabido recompensar a los esclavos satisfechos.

La imposición del patriarcado ha acabado también con muchos de los mecanismos culturales que poseían las mujeres para apoyarse y defenderse entre ellas. Uno de estos mecanismos era el enfado, que se gestionaba colectivamente. Aunque podían tener sus propios problemas individuales, las mujeres eran consideradas una unidad cuando se producía un conflicto con un hombre. El enfado de una mujer era el de todas las mujeres de la aldea, así que los hombres lo temían y trataban de evitarlo. Esto no implicaba que los conflictos se resolviesen siempre a favor de las mujeres, pero esta red de solidaridad las colocaba en una posición más fuerte para dirimir los conflictos que tenían que ver con engaños, malos tratos o abusos de cualquier tipo. Además, la solidaridad actuaba también de forma preventiva, ya que los hombres evitaban realizar comportamientos que podían implicar un conflicto con todas las mujeres de la aldea.

Otro mecanismo cultural con el que contaban las mujeres igbo para apoyarse entre ellas era lo que se conocía como “sentarse encima de un hombre”. Esta práctica consistía básicamente en el señalamiento y la ridiculización de los hombres que habían tenido una actitud de desprecio hacia las mujeres, ya fuese por maltratar a su esposa, violar las normas del mercado que dependían de las mujeres o dejar que su ganado se alimentase en los terrenos donde pastaban los animales de una mujer. El señalamiento podía producirse de muchas formas diferentes, aunque las más frecuentes eran que las mujeres rodeasen la casa del hombre cantando canciones obscenas que ridiculizaban su virilidad o que, en casos más graves, destruyesen sus propiedades, llegando a incendiar su vivienda. En la sociedad igbo se consideraba que las mujeres tenían más capacidades de empatía y cuidado de lo colectivo, así que el resto de los hombres no solía defender al que había sido señalado. Esto no implica que los hombres tuviesen un rol permanente de sometimiento o pasividad, pero sí que las mujeres, entendidas como una unidad, eran las encargadas de la resolución de los conflictos, en tanto que se consideraba que tenían más capacidad para ello.

Sin embargo, la imposición de las instituciones coloniales había supuesto la ruptura de las sociedades indígenas, con la consecuente pérdida de las instituciones sociales y culturales propias. Como todos los demás pueblos colonizados, los igbo no solo ya no tenían capacidad de gobernarse a sí mismos, sino que ni siquiera podían ser quienes eran. El uno de enero de 1914 había entrado en vigor lo que a partir de entonces se conocería como el sistema de gobierno indirecto. Hasta ese momento los ingleses habían ocupado militarmente el territorio de Nigeria y facilitado y alentado la explotación privada de sus recursos, incluido el secuestro, tortura y venta de seres humanos como esclavos. Sin embargo, a partir de 1914 la metrópoli se dotará también de una estructura política capaz de garantizar de forma más efectiva el control sobre el territorio. Para ello creará la figura de los Jefes de Garantía, individuos nativos seleccionados por los colonos que se encargarán de hacer cumplir las disposiciones de la metrópoli. Sin otra función que la de complacer a los colonos a cambio de la mitad del dinero recaudado con impuestos, los Jefes de Garantía se convertirán en auténticos tiranos capaces de las mayores barbaridades. Esta dominación en el plano político se complementará con la labor de los misioneros cristianos, que contribuirán a la desestructuración de las sociedades indígenas mediante la imposición de la lengua, la educación, la religión y las prácticas culturales de la metrópoli. Por si eso fuera poco, los británicos creaban ahora un sistema de impuestos que gravaba las posesiones de toda la población, fuese cual fuese su poder adquisitivo. La dominación económica se unía así a la cultural y la política para crear una trampa de la que era imposible escapar. La avaricia de los blancos no tenía fin.

La mañana del 2 de diciembre más de diez mil mujeres se manifiestan frente a la oficina del Jefe de Garantía de la ciudad. La convocatoria ha corrido rápido por toda la provincia, así que también acuden mujeres de pueblos cercanos. Sin embargo, el Jefe de Garantía se niega a hablar con ellas. Las órdenes que ha recibido son claras, y no está dispuesto a perder la mitad de los ingresos que le han prometido por la nueva tasa. Pasan las horas pero las mujeres no están dispuestas a marcharse. Tampoco a quedarse quietas. Cuando cae la tarde, las igbo comienzan a cantar y bailar de forma ridícula, riéndose de los hombres que ocupan los puestos creados por los colonos. Rodean sus casas e impiden que salgan de ellas. De todas formas tampoco se atreven, la vergüenza del señalamiento se une al temor de que las mujeres consideren que la ofensa requiere acciones más contundentes. Al fin y al cabo, ellos también son igbo y saben lo que significa la práctica de “sentarse encima de un hombre”. Los blancos, en cambio, son demasiado soberbios para darle importancia a lo que está pasando. Aunque ellos también son señalados, piensan que todos esos bailes ridículos son solo la muestra de la inferioridad de los negros, especialmente de las mujeres. Como siempre, no entienden nada.

Durante los días siguientes, la protesta gana en intensidad y se extiende a más regiones del sur de Nigeria. La tensión aumenta por momentos. Las autoridades coloniales hacen caso a las súplicas de los Jefes de Garantía y envían tropas a las áreas afectadas. El objetivo es acabar con la protesta por la fuerza pero el envío de militares solo empeora la situación. Es una provocación, una declaración de guerra. Las mujeres comienzan a cortar carreteras para paralizar el tráfico comercial de los colonos. En uno de esos bloqueos, un militar británico atropella a varias mujeres, matando a dos de ellas. El resto de manifestantes se lanza hacia el coche y destroza el vehículo, intentando linchar a su ocupante. Éste consigue salir y huye del lugar malherido. Las mujeres no se equivocaban: los colonos les habían declarado la guerra.

Los hechos que sucederán durante las cuatro semanas siguientes serán conocidos entre los igbo como Ogu Ndem, “la Guerra de las Mujeres”. Grupos organizados de entre cuatrocientas y cuatro mil mujeres atacarán de forma sistemática puntos clave para la dominación política y económica de los colonos. Centenares de oficinas de correos, sedes de bancos y tiendas son atacadas e incendiadas. Lo mismo sucederá con los edificios oficiales: las mujeres no solo culpan a los colonos, sino también a los Jefes de Garantía, que actúan como perros obedientes con sus amos y se benefician de la explotación que estos generan.

La respuesta de los colonos no tardará demasiado. En una de las mayores protestas de la guerra, en la que participan más de veinticinco mil mujeres, la policía dispara contra las manifestantes y asesina a cincuenta de ellas. Después incendian aldeas enteras como forma de castigo colectivo. Sin embargo, la tensión es demasiado alta y los británicos temen que el levantamiento se extienda a más áreas del país, afectando a sus intereses económicos. Incapaces de reprimir el conflicto por la fuerza, dan marcha atrás a la imposición de la nueva tasa y destituyen a los Jefes de Garantía que ejercían su poder de forma más déspota. Además, permiten el acceso de las mujeres a las Cortes Nativas, las instituciones que hacía las veces de órgano representativo de los intereses de los indígenas en cada región, aunque en la práctica estaban controladas por los colonos.

La Guerra de las Mujeres ha pasado a la Historia como la mayor insurrección a la que tuvo que enfrentarse el gobierno colonial británico durante la ocupación de Nigeria. El levantamiento quedó en la memoria colectiva e inspiró muchas protestas, entre ellas la de 1938 contra los impuestos, la de 1940 contra los molinos de aceite o la de 1956 de nuevo contra el sistema impositivo. El fin de la colonización no se consiguió hasta 1960, pero las mujeres tenían razón: los colonos les habían declarado una guerra. Y la habían perdido.

De batallones y mujeres en guerras y revoluciones de Layla Martínez para nosotras.cnt.es
Edición: Antipersona