Tanto o más importante que el techo de cristal para mujeres directivas es el suelo de barro en el que trabajan las mujeres que cuidan de mayores y dependientes.
No hay autonomía posible si esta no parte de los vínculos con los demás. El neoliberalismo lo sabe y, justo por eso, se empeña en convencernos de hacer vidas cada vez más individuales, ergo más precarias y a la vez dominables. A fuerza de dejar de preocuparnos por lo relacional, por los cuidados recíprocos, por el común, dejamos que la soledad acreciente nuestra vulnerabilidad, y permitimos, incluso, que la atención a esta vulnerabilidad se convierta en un nicho de mercado, y que se brinde con criterio empresarial.
El encargado de velar por la asistencia a mayores y dependientes en buena parte del Estado es hoy nada menos que Florentino Pérez, presidente del Real Madrid y, a la sazón, de Clece, sociedad multiservicios del grupo ACS, que cuando le falló el ladrillo amplió horizontes sin pudor. Vivimos en una sociedad lo bastante absurda como para poner los cuidados en manos empresas que lo mismo te gestionan un residuo urbano o una zona ajardinada que una residencia de ancianos o la asistencia domiciliaria. Se ha entregado un bien social al ámbito del negocio puro y duro. En fin.
Recientemente, la Plataforma de Auxiliares de Ayuda a Domicilio ha denunciado en el Congreso la precariedad con la que desarrollan un servicio esencial para colectivos vulnerables y, por tanto, para toda la sociedad —todos somos dependientes en alguna medida y, antes o después, lo seremos más—. Las cuidadoras se ven obligadas a denunciar la precariedad y la explotación en un sector que, cómo no, ha sido subcontratado ergo privatizado en todo el Reino de España.
En Cantabria, sin ir más lejos, las delegadas sindicales de CNT y el Sindicato Unitario han denunciado que la UTE QSAD, empresa con la que el Instituto Cántabro de Servicios Sociales (ICASS) subcontrata la asistencia domiciliaria desde 2016, recorta sus ya recortadas condiciones laborales, las explota, algo que, consideran, no sólo las afecta a ellas, sino que repercute en la calidad del servicio, en el bienestar de los usuarios, personas, recordemos, mayores y dependientes.
Hay denuncias en Cantabria, pero también en Madrid, Sevilla, Córdoba, Málaga, Bizkaia, Barcelona… Es general, vaya. Las empresas imponen contratos de jornada mínima con salarios muy bajos, reducciones de horas sin merma del trabajo a realizar, horarios discontinuos con desplazamientos no retribuidos, rapiña en los días de libranza cuando ni siquiera disfrutan de domingos y festivos, no reconocimiento de las enfermedades laborales… Condiciones deplorables, por resumir.
En este colectivo, la gran mayoría son mujeres: es un sector feminizado y, por ello, depauperado. Un sector, además, con un gran porcentaje de trabajadoras migrantes, muchas chantajeadas por la presión de no perder el contrato que asegure su residencia.
Cuidar de los ancianos, nuestros mayores, nuestros progenitores, quienes han trabajado tantos años, quienes acumulan una experiencia que la juventud por ley de vida no tiene, resulta ser hoy algo así como una gestión de residuos. Basta escuchar las declaraciones sobre el colectivo pensionista de ese icono de la vagancia y el descaro político-institucional que es Celia Villalobos —campeona del Candy Crush y de las siestas en el Congreso— para ver el lugar al que han quedado relegados los mayores en nuestra sociedad. Malas pensiones y mal acompañamiento, y todo ello bajo la sombra de una misma amenaza: la empresa y la banca acechan, quieren hacer caja en el sector de la protección y los cuidados.
Para revertir esta terrible tendencia, es imprescindible reconocer el valor social del trabajo de las mujeres que cada día se hacen cargo de una labor fundamental, mujeres que trabajan en pésimas condiciones mientras sufren en sus manos y sus espaldas la dureza de tareas vitales que otros no pueden o no quieren hacer. Deberían tener, cuando menos, tanta equidad en las condiciones laborales como prestigio social y, en cambio, se les come la precariedad mientras las administraciones miran para otro lado.
Ahora que el mensaje de los feminismos llega con más fuerza conviene recordar que la economía feminista pone en el centro el valor de los cuidados: la reproducción de la vida es una cuestión esencial que debemos asumir entre todos, y un trabajo cuyo valor debe ser reconocido. Es relevante romper el techo de cristal para mujeres que desean llegar a puestos directivos, pero lo es tanto o más acabar con el suelo de barro al que están abocadas mujeres que realizan una tarea tan desagradecida y silenciosa como fundamental. Crear riqueza social es mucho más que hacer dinero.
Así que gigantes como Eulen, Clece o empresas más pequeñas como QSAD, que muestran poca vocación de cuidados explotando y maltratando a sus cuidadoras, deberían considerarse incapacitadas para esta importante labor. Las cuidadoras advierten de que la privatización ha conseguido, sobre todo, empeorar el servicio. Experiencias de remunicipalización como la de Albolote muestran otro camino, una mejora del servicio —que incluso ha producido superávit— cuando el principio rector es el bien común y no el beneficio empresarial.
Algo dice de nosotros que proliferen los autocuidados en clave neoliberal —la industria de la felicidad egocéntrica: coaching, masajes, nutricionistas, personal trainer, yoga, mindfulness…— y cada vez menos los cuidados recíprocos. Parecemos no entender que la fragilidad y la vulnerabilidad son comunes a todos y en común se deben gestionar. Descuidarlo, descuidarnos, nos aboca a terminar nuestros días solos, enfermas, abandonados. Y nadie quiere acabar así.
Patricia Manrique
Artículo publicado originalmente en eldiario.es